Me miraba con sus expresivos y grandes ojos, le brotaban de ellos una ensarta de preguntas. Le digo con voz contundente y con firmeza en el rostro:
– ¡Aja ¡¿Tú qué quieres ser cuando seas grande?
Me responde con una marcada irreverencia:
– Ya yo soy grande.
Le replico pensando:
– Ok. Entonceeees que quieres hace’, cuando seas más grande.
Sin pensar y con una respuesta tipo cajero automático:
– Cantante, maestra. Usted va a ver.
Inmediatamente, colocándose el dedo índice de la mano derecha en el pecho, me abordó con una pregunta:
– ¿Para qué me sirve a mí el español?
Le respondí:
– De mucho. Ya que quieres ser cantante, en español aprenderás métrica, entonación, ritmo, poesía, si te hacen una entrevista podrás responder con facilidad y de manera segura.
En ese momento el corazón fue capturado por el tema. Interrogándome:
– ¿Y qué más?
Le expresé: Podrás mover tu cuerpo mostrando lo que dice la canción. La boca muestra las palabras el cuerpo los sentimientos. Allí le pregunte si conocía a Escalona y a Jaime Molina.
Me respondió que Escalona era una novela en la televisión y que al otro que se llamaba como él, no. Le conté que estos personajes eran amigos; Jaime Molina, pintaba y Escalona, cantaba. Y que un día hicieron una promesa y le canté un fragmento de la canción:
Recuerdo que Jaime Molina
Cuando estaba borracho ponía esta condición (bis)
Que, si yo moría primero él me hacía un retrato
O, si él se moría primero le sacara un son (bis).
En ese momento sentí que conquisté su corazón de estudiante, el árbol de la empatía nació en la tierra desértica del tedio y de la inatención en un área del saber. Es claro que para un maestro lo primero que debe mostrar es su ser para que el estudiante haga lo mismo.
Me identifico con el planteamiento del maestro Giovanni Iafrancesco en uno de sus libros: “Se debe primero dotar a la persona de sentimiento y pensamiento para luego enviarlo a la acción y luego desarrollarle el ser y su saber para que pueda operar con acierto en el quehacer”. Así, lo hicieron Escalona y Jaime Molina en su época, como también, Jaime Molina Rincón y yo en otro contexto.
Hoy, le duele el corazón de una familia, de una madre, de unas tías, de unas primas y primos, de unas amigas y unos amigos que publican sus fotografías y sus canciones. Le duela a la juventud la vida. Duele al que no lo conoció su canto, su voz y su sonrisa que abrazaba, su nobleza, su abrazo, su sencillez y su talante amoroso.
Duele como le dolió a Úrsula Iguarán en Cien años de soledad: “Tan pronto como José Arcadio cerró la puerta del dormitorio, el estampido de un pistoletazo retumbó en la casa. Un hilo de sangre salió por debajo de la puerta, atravesó la sala, salió a la calle, siguió en un curso directo por los andenes disparejos, descendió escalinatas y subió pretiles, pasó de largo por la Calle de los Turcos, dobló una esquina a la derecha y otra a la izquierda, volteó en ángulo recto frente a la casa de los Buendía.
Pasó por debajo de la puerta cerrada, atravesó la sala de visitas pegado a las paredes para no manchar los tapices, siguió por la otra sala, eludió en una curva amplia la mesa del comedor, avanzó por el corredor de las begonias y pasó sin ser visto por debajo de la silla de Amaranta que daba una lección de aritmética a Aureliano José, y se metió por el granero y apareció en la cocina donde Úrsula se disponía a partir treinta y seis huevos para el pan.
– ¡Ave María Purísima! -gritó Úrsula”.
El hilo de sangre llegó por las redes, siento el dolor en mi garganta y mi resquebrajada voz no tiene tono, ni timbre, no hay métrica; solo mis manos cabalgan en el teclado del computador para expresar mi queja y mi dolor. Jaime Molina Rincón, mi voz ya no te puede cantar, pero como te dije ese día:
– Entonces, solo puedo escribir sobre ti.