miércoles, noviembre 6, 2024

El bálsamo reparador del perdón

Alejandro Rutto Martínez
Alejandro Rutto Martínez
Periodista, administrador de empresas, docente catedrático. Ha desempeñado cargos públicos. Actual secretario de Hacienda municipal . Ha publicado 7 libros y ha ganado en dos ocasiones el Premio Cerrejón de Periodismo.

Hay dos frases que se dicen con frecuencia cuando alguien pide perdón. Se mencionan una y otra vez. Causan efectos insospechados. Golpean fuerte. Caen con rudeza como el martillo sobre la inocente almendra que reposa, frágil e indefensa, sobre la superficie lisa e invulnerable del yunque.

Una de esas frases  es la siguiente:
“No te puedo perdonar porque el único que perdona es Dios”
Y la otra es:
“Yo puedo perdonar, pero no olvido”

En el primer caso, se trata de una respuesta en la que se le traslada al Padre celestial una responsabilidad que no tiene por qué asumir, y en la segunda respuesta, se deja prácticamente sin efecto la intención de perdonar, porque una y otra vez aparecerá el recuerdo y con el recuerdo el sufrimiento y con el sufrimiento se pierde el efecto terapéutico que el perdón debe obrar en el corazón y en el espíritu.

Jesús es el verdadero experto en amor y en perdón, de hecho, fue la ofrenda viviente que Dios entregó para obtener el perdón de los pecados de la humanidad y para rescatarlos de la perdición eterna.

El apóstol Pablo, en el libro a los efesios, nos pide que seamos como Jesús, que andemos, como él en amor. Tanto amor, que fue capaz de entregarse a sí mismo por nosotros: “Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:2).

Jesús fue traicionado por Judas, uno de sus mejores amigos, al cual había nombrado tesorero de su ministerio evangelizador. Pero Jesús también debió enfrentarse con la incredulidad de Tomás quien no creía posible su resurrección de entre los muertos. Además, el buen Pedro, el fogoso Pedro que desenvainó su espada para defenderlo de los alguaciles y que cortó la oreja a uno de ellos en el intento de proteger a su maestro, lo negaría después no una ni dos, sino tres veces.

Durante su ministerio Jesús predicó en ciudades, caminos, aldeas, lagos, montes y sinagogas. Hizo milagro en muchos lugares y fue reconocido como una celebridad. Sin embargo, cuando llegó a Nazaret, su tierra debió enfrentarse al juicio de los suyos quienes auscultaban en su humilde pasado y no creían que fuera el profeta de renombre del que se hablaba en todas partes. En el cuchicheo del pueblo decían, respecto a él, cosas como “De dónde tiene este esta sabiduría y estos milagros? ¿No es este el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María…?”.

Al final el salvador se lamentó amargamente con una frase que hoy se repite con frecuencia: “No hay profeta sin honra sino en su propia tierra y en su casa”.

Al final no haría muchos milagros a causa de la incredulidad de ellos.

Recordemos que Jesús fue crucificado por los romanos a solicitud de sus propios compatriotas judíos quienes prefirieron la liberación de Barrabás y la consecuente condena del Hijo del Hombre.

A pesar de todo lo anterior Jesucristo es el líder que promueve el perdón, el que fue capaz de dar su vida para que la humanidad pudiera tener derecho al perdón divino y cada persona accediera a la esperanza de la vida eterna.

Si usted es de los que cree que sólo Dios puede perdonar, lo invito a leer la Palabra del Señor para comprender que también los seres humanos tenemos en nuestro corazón el poder de perdonar si así lo decidimos. El libro de San Marcos, por ejemplo, en su capítulo 11, contiene este mandamiento: “Y cuando oren, si tienen algo contra alguien, perdónenlo, para que también su Padre que está en los cielos les perdone a ustedes sus ofensas. Porque si ustedes no perdonan, tampoco su Padre que está en los cielos les perdonará a ustedes sus ofensas (Mr 11:25-26).

Y si quieren que en verdad el perdón funcione y cure atrévanse a olvidar, dejen sus cargas en manos de Dios, que son las mejores manos en las que podemos depositar todas nuestras angustias para que estas se conviertan en alegrías.

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